viernes, 28 de diciembre de 2012

LA VIDA EN UN CAFÉ

Este cuento lo escribí con mucho amor, pensando en el café con leche y "mandiocas" que mi tío Cacho solía brindarme en un bar de la Ciudad Vieja. Espero les guste.

LA VIDA EN UN CAFÉ


El hombre del sobretodo negro entró al bar.
Era una mañana fría de agosto del año cuarenta. Se quitó su abrigo, la chalina blanca que llevaba al cuello y el sombrero. Los colgó en el perchero de la esquina y se sentó en una mesa junto a la ventana. Sacó un diario prolijamente doblado del bolsillo derecho de su traje gris y mientras lo desplegaba, pidió un “Expresso”.
Miré a este nuevo cliente y asentí con la cabeza. Extraje un puñado de granos de una lata especial que guardaba, los pasé por el molinillo e inmediatamente el aroma inconfundible invadió el lugar. Puse la molienda en el filtro, el pocillo bajo el grifo de la máquina italiana y comencé el ritual de preparación del mejor café de la ciudad.
En eso soy un artista, nadie hasta ahora ha superado la forma de prepararlo. Italianos, rusos, polacos y turcos entre otros, alaban el café que preparo.
La máquina lentamente extrae el líquido oscuro que va cayendo en la inmaculada tacita, luego la acerco a la llave de vapor para formar la espuma espesa, uniforme, de color avellana con motas marrones que “hacen recordar la piel de un tigre”, como me dijo un día un marinero bengalí.
El pedido está pronto. Lo pongo en una bandeja junto al azucarero y una servilleta de tela. Tanto esmero parece fuera de lugar para un forastero que sólo ha pedido un café, pero veo en él algo diferente.
Cuando deposité todo en la  mesa, el parroquiano preguntó:
- ¿Granos de Medio Oriente?
- Así es -, contesté mientras lo miraba. “Este hombre es alguien importante”, me dije.
- Me di cuenta por el aroma que despidió al sacarlo de la lata y ahora veo la espuma con el espesor adecuado. La combinación es perfecta-. Diciendo esto, tomó el pocillo, lo olió y sorbió de él con los ojos cerrados, como si estuviera catando un vino añejo.
- Es un exquisito café bien preparado- dijo el hombre y volvió su vista al diario.
Sentí satisfacción al escuchar al forastero alabar la preparación.
-Usted es francés ¿verdad?- preguntó el hombre.
Mi cuerpo se puso tenso. Nadie, en años, me había preguntado mi nacionalidad. Los clientes habituales creían que el acento afrancesado se debía al contacto con tanto extranjero. Es más, ni siquiera sabían que mi verdadero apellido es Aristid, porque todos me dicen Arístides.
-Nací en París, pero vine cuando tenía cinco años-, contesté.
Mientras le hablaba, por mi cabeza pasó el recuerdo de mi madre, una hermosa francesa, pequeña, de cabello rubio y corto, con piernas bellamente torneadas, corista del Moulin Rouge.
Un día allá en París, ella me despertó para decirme que en dos horas zarpaba el barco.
-¿A dónde nos vamos, mamita? – pregunté.
- Buenos Aires, ahí vive tu padre-, contestó ella.
Ese viaje al Río de la Plata fue una odisea. Con el mal clima, el barco se movía muchísimo y por un desperfecto atracó en Montevideo.
-Sólo serán unos días, después seguiremos el viaje-, había dicho el capitán. El barco no bien fue reparado, desapareció y todos quedamos varados en el puerto. Mi madre, con el poco dinero que tenía buscó una pensión para dormir, y cantando en un lado, bailando en otro se fue postergando el viaje a la otra orilla. Así fue que crecí junto a los muelles, corriendo por las calles empedradas, hablando con marineros, prostitutas y ladrones, mientras mamá bailaba de noche y dormía de día.
- ¿Habla el idioma? – La pregunta me sacó de mis recuerdos.
- Un peu -, le contesté sonriendo.
- Très bien -, dijo él en perfecto francés. – ¿Cómo se llama?, preguntó a continuación.
- Ruben Aristid- contesté.
El hombre pareció sorprenderse. Dobló el diario con cuidado como rumiando algún pensamiento, se acomodó mejor en la silla y mientras miraba el pulido mármol de la mesa tiró la pregunta:
-¿Su madre se llamaba Cécil Aristid y era corista del Moulin Rouge?
El silencio se apoderó del local. Sólo el aroma del café flotaba en el aire. Lo miré desde el mostrador. Sus ojos eran oscuros, su cabello prolijamente cortado a la moda, su esmerado bigote escondía una boca de labios finos y sus manos con uñas bien pulidas seguramente no habían hecho nunca trabajo forzado. Un “Si”, seco, fue mi respuesta.
- ¿Recuerda en que año llegaron a Montevideo?- preguntó el extranjero.
- Mil novecientos diez….y no sé a qué viene tanta pregunta- dije de mal modo.
- Tal vez usted y yo seamos parientes- susurró mientras me hace una seña invitándome a ocupar un lugar frente a él. Salí de atrás del mostrador y me acerqué a la mesa.
- Soy Bernardo Figueroa. Un gusto conocerlo.- dijo mientras extendía su mano por encima de la mesa.
Torpemente le di la mía que pareció aún más áspera al chocar con la de él.
- Usted y yo, seguramente somos hermanos, Ruben- dijo en tono cortés.
- Este encuentro amerita más café- contesté.
- Acompañado de un buen coñac- agregó.
Mientras me dirigía detrás del mostrador, Bernardo fue contando su historia.
Me dijo que su padre – mi padre – era un poderoso industrial del café en Argentina. Viajaba por el mundo en busca de granos y mezclas exóticas. En el año mil novecientos cuatro viajó a París a una convención sobre el tema y allí conoció a mi madre.
- Una noche fue al Moulin Rouge y se enamoró de esa pequeña mujer que tenía cuerpo de diosa. Se estadía se prolongó por más de dos meses y ella quedó encinta. Él no quería regresar a Buenos Aires, pero igual se fue. Mi madre le escribió haciéndole saber que estaba embarazada. Él le prometió volver, pero cuando lo hizo, ella ya no estaba en París.
- ¿Usted está seguro de que yo soy su hermano? - dije mientras servía el coñac añejado en las copas tibias.
- Nuestro padre dejó todo escrito en un diario y se lamentaba no poder ayudar porque debido a su enfermedad, nunca más pudo hacer viajes prolongados. Él sabía que Cecil había tenido un niño, por noticias que llegaron desde París. Eso lo mortificaba, quería que ese hijo creciera igual que yo, con las mismas oportunidades. Cuando murió hace dos años me hizo prometer que los buscaría, y aquí estoy.
- ¿Hace dos años que nos busca? -, pregunté.
- Si, Ruben. Viajé en primer lugar a París, fui a la pensión de la calle Agutte, y el encargado me derivó a una vieja inquilina que me contó la historia y me dijo donde podía encontrarlos, ya que tu madre le escribía con frecuencia, aunque ya hacía varios años que no recibía correspondencia desde Montevideo. Su nombre era Charlote.
- La recuerdo, ella me cuidaba por las noches…en definitiva, ¿qué quiere usted?
- Quería conocerte al igual que a tu madre y decirles que hay un dinero que él les dejó.
- Mi madre murió hace muchos años y yo estoy bien aquí en el bar.
- Preparas un café excepcional, sabes de granos y mezclas, eso es de familia, Ruben. Puedes trabajar en nuestra fábrica de Buenos Aires- dijo Bernardo.
- Todo lo que sé, lo he aprendido de marineros y extranjeros que llegan aquí. No necesito nada más.- dije de forma tajante.
- Quiero probar tu habilidad. Prepárame un café a la turca- agregó él en tono desafiante.
Me paré y fui a moler bien fina la mezcla.
Estaba molesto, una vez que nos establecimos aquí nunca más mi madre mencionó a mi padre. Menos la idea de ir a Buenos Aires a buscarlo.
Yo nunca pregunté y fui creciendo con muchos padres. Algunos me enseñaron a escribir y leer, otros las cosas buenas y malas de la calle, y muy pocos  a amar. Ninguno me enseñó a preparar el café.
Mientras estaba ensimismado en mis pensamientos el café hervía por segunda vez. Lo saqué y se lo llevé en el “cevze”  junto con la taza.
Él lo bebe con los ojos entrecerrados.
- Tú sí que sabes, Ruben. No siempre se consiguen los granos debidamente tostados y una molienda tan fina-. Dijo esto y puso el pocillo boca abajo sobre el plato, lo giró un par de veces, lo dio vuelta y me miró.
- Antes de irme me gustaría decirte algunas cosas.
- Adelante, te escucho- contesté en tono molesto.
Bernardo mira el fondo de la taza y comienza a hablar pausadamente.
-Está aquí escrito, en la borra del café. Esta pequeña mancha eres tú, la de al lado es tu madre. Esta línea es el océano y el punto más arriba es nuestro padre. Aquí hay unas nubes significando las dificultades de la vida y más acá, hay otras siluetas que son la otra familia de papá. Todo está escrito, Ruben. El café no miente.
Se paró, dejó una tarjeta junto con un billete de a peso. Me tendió la mano y lo saludé. Tomó sus pertenencias del perchero y salió con paso firme del local. Nunca más lo vi.
La tarjeta y el peso aun los tengo guardados en mi mesa de noche.
Cuando los huesos de mis manos duelen –“Igual que a papá”- había dicho Bernardo, siento deseos de dejarlo todo, tomar la tarjeta y llamar a Buenos Aires, retirarme a una vida tranquila. Pero la charla de amigos, las confidencias de clientes, el contacto con rufianes e intelectuales y el inconfundible aroma al café, me atan a esta esquina del viejo Montevideo.

SANDRA ARÉVALO