domingo, 7 de noviembre de 2010

EL VUELO DE ALONDRA- Mención Especial 3er. Concurso Internacional de Cuento y Poesía 2010- Club de Leones de Rocha


EL VUELO DE ALONDRA

La mañana se presentaba fresca y nublada, Alondra se había levantado temprano y como era su costumbre bajó a la playa. Joaquín estaba en su pequeño bote anclado en la bahía, cuando la vio llegar. Ella estaba triste, él lo sabía por la forma de caminar. Si miraba al cielo con los brazos separados del cuerpo y llevaba sombrero, estaba alegre y luego de su caminata se sentaba junto al mar a hacer castillos en la arena o leer algún libro. Si colocaba sus manos juntas en la espalda o las ponía en los bolsillos de su pantalón y con sus pies iba dibujando en la arena, estaba triste. Él la conocía bien, no sólo porque habían crecido juntos en esa bahía perdida del Atlántico sino porque la quiso desde siempre, pero lo mantenía en silencio.
Alondra era la mayor de cinco hermanos varones. Su padre había sido pescador toda su vida y su madre crió a fuerza de voluntad y sobresaltos a esos niños, él salía en su bote cada día pero el regreso con la esperada carga para ser vendida por unos pocos pesos en el mercado se develaba recién al caer la tarde. Joaquín era su ayudante y sabía cómo era el arduo trabajo del pescador artesanal. Una mañana de tormenta Antonio, el padre de Alondra, fue a buscarlo para salir al mar y la madre no lo dejó ir.
-Está muy picado y anuncian una fuerte tormenta - , dijo ella y el padre de Alondra se fue igual en su pequeño bote pero nunca regresó. Todos los pescadores salieron al día siguiente pero la búsqueda fue inútil. Su esposa entró en una gran depresión y Alondra a los dieciséis años, debió hacerse cargo de su familia.
-El mar es bello, ondulante, misterioso, insinuante y peligroso. Algún día lo voy a conquistar-, le dijo una mañana en la playa. Joaquín quiso abrazarla y decirle que juntos podrían lograrlo,
también pensó que ese era el momento para declararle su amor, pero no hizo nada, sólo la miró, le tomó las pequeñas y cayosas manos, soñando que en un futuro lo pudieran acariciar.
Desde ese triste día, Alondra cambió. Ya no era esa chica alegre que lidiaba con la casa, su madre y sus hermanos, sus sueños volaron como lo hacen las aves en invierno.
Ella quería estudiar y conseguir un trabajo digno en la ciudad, dejar esa vida monótona, pero ya no era posible. El tiempo pasó, sus hermanos crecieron, se fueron tierra adentro, lejos del mar y ella quedó allí, anclada a ese pedazo de arena y sal para cuidar de una madre que la miraba sin conocerla.
No era una vida fácil y cuando se encontraba con Joaquín y ella tenía deseos de hablar le contaba que le gustaría irse a un sitio menos húmedo y ventoso, poder estar cerca de sus hermanos, que su madre tuviera mejor atención médica. Se sentaban en la playa y estaban horas contándose los sueños, dejando volar la vida a otras latitudes, Joaquín a veces le leía libros que le traían del pueblo y Alondra cerraba los ojos y dejaba que sus palabras la llevaran por cientos de aventuras. Muchas veces él sentía el impulso de acercarse a ella, de contarle que juntos podían cumplir los sueños, que el amor mitiga toda pena, pero nunca le reveló sus sentimientos, tan solo se miraba en esos ojos color esmeralda que eran el mayor tesoro que él podía guardar.
-Quisiera volar muy alto, Joaquín, como esas gaviotas ver todo desde allá arriba y no bien la brisa fría del sur comience, explorar lugares más cálidos – le dijo la última vez señalando con su dedo índice a las aves que revoloteaban sobre ellos.
Desde el bote él la ve caminar lentamente por la orilla, sabe que está triste, ya no mira al cielo. En determinado momento Alondra se detiene y entra al mar. Él se quedó muy quieto, quiso gritarle pero ninguna palabra salió de su boca. Joaquín se paró en el bote, éste se bambolea y cae al agua, entonces nadó hacia donde la había visto por última vez. Detiene sus brazadas y grita “¡Alondra!”. Las palabras se perdieron en la inmensidad del mar. Se zambulló y pudo ver su lánguido cuerpo cerca del fondo, su largo cabello rubio se enredaba en las algas, sus
brazos se mecían al compás de las olas, sus ojos estaban cerrados y una leve sonrisa pintaba
sus labios. La tomó entre sus brazos y salieron a la superficie. La llevó hasta la playa, trató de revivirla hasta que quedó exhausto.
La miró con infinita ternura, dos lágrimas corrieron por su curtido rostro, lloraba por esos ojos verdes que ya no lo mirarán, por esas manos que no conocieron su piel. El sol estaba ya casi oculto, el mar se volvió gris plata como su alma, el horizonte ya no acercaría las ilusiones de juventud y la arena guardaría por siempre los sueños que no llegaron a florecer. Acercó sus labios, le dio el único beso que guardaría por siempre y en ese gran silencio comprendió que Alondra había emprendido el último vuelo.

domingo, 29 de agosto de 2010

La entrevista de Sofía - Primera Mención Cuento - 8vo. Concurso de Cuento y Poesía Intendencia Municipal de San José


Hace siete minutos que estoy parada delante de esta puerta de madera tallada donde resalta un reluciente picaporte de bronce pulido y aun no me han llamado. Cuando entré al edificio la recepcionista me dijo: - Señorita Sofía García Giménez, la están esperando. Siga el pasillo a su izquierda hasta el final y aguarde a ser llamada -.
Han pasado más de siete minutos de la hora señalada y nadie me ha hecho pasar. El lugar donde estoy es una habitación muy amplia, carece de ventanas, todo es blanco, un gran sofá en un rincón y un pequeño escritorio con un teléfono como único adorno. Todo es silencio, no existe ningún otro elemento decorativo; la luz que ilumina es muy cálida y se respira una atmósfera de paz.
Ya van ocho minutos y todo sigue en silencio. Decido sentarme en el sofá, aun me duele la cabeza. Tengo demasiadas preguntas y no soy capaz de responderlas. Lo que sí sé es que yo no pauté esta entrevista. Cuando estaba en la clínica miré en mi agenda y enmarcada en un gran círculo rojo estaba la cita a las catorce y treinta, seguramente fue mi secretaria que la fijó y no me lo comunicó a tiempo. Recuerdo haber mirado el reloj que marcaba trece y cuarenta y dos. Pensé que no llegaría a tiempo y rápidamente me vestí. Cuando estaba saliendo de la habitación, una enfermera me contuvo diciéndome que no me marchara y oí aunque algo más lejos, la voz de Hernán: -Sofía, no te vayas, quédate -.
Esta mañana habíamos ido con él y Mariano a una reunión con un nuevo cliente para nuestra empresa de logística. Era en el centro, en el tercer piso de un conocido edificio de oficinas. La reunión fue un éxito, como ejecutiva de cuentas me sentí satisfecha por lo que logramos. A la salida y para ganar tiempo analizando la reciente junta, decidimos bajar por la escalera. Como caballeros que son me cedieron el camino. Mientras bajábamos, Mariano en tono de broma elogió mis piernas y Hernán mis zapatos italianos de ocho centímetros de alto. Luego de descender el primer tramo sentí un grito, miro hacia atrás y veo un joven que viene corriendo escalera abajo. En su carrera me atropella y caigo rodando. Mi cuerpo se da violentamente contra una pared, un agudo dolor se apodera de mí y luego fue todo muy confuso.
“¡No la muevan!”, “¡Llamen una ambulancia!”, rostros que me miran, ruido, gente, túnicas blancas, manos enguantadas, tapabocas, sirenas, órdenes, cifras, “ciento diez sobre sesenta y cinco y bajando”, “pulso débil”, tubos, oxígeno, dolor, mucho dolor y silencio. Cierro los ojos. No sé cuanto tiempo pasó pero a lo lejos escucho una voz familiar, es Hernán.
-Sofía, no te vayas por favor. Quédate aquí. Te necesitamos…te necesito.-
Quise preguntarle a dónde me iba si no podía moverme ni articular una sola palabra.
Eso pasó hoy más temprano, ahora estoy sentada aquí, en este pulcro sillón esperando una entrevista que yo no pauté. Me dijeron catorce y treinta y ya han pasado diez minutos de esa hora. ¡Qué informalidad! Me acerco al escritorio, levanto el teléfono para ver si funciona. El “tu…tu…” me indica que está libre. Me vienen a la mente las palabras de Hernán: -Sofía, no te vayas…te necesito-. No sé porqué insistía en mi partida, seguro que él sabe a dónde voy. El timbre del teléfono me saca de mis pensamientos. Levanto el auricular, una voz masculina muy cordial me invita a pasar.
Me acerco a la gran puerta cuando suena mi celular. Lo atiendo. Es Hernán.
–Sofía, ¡por favor no te vayas!-
-Hernán, no puedo atenderte ahora. Ya me llamaron. Hablamos después-.
-Sofía, te lo suplico, quédate aquí conmigo. Te necesito-, me dijo.
Pienso en la súplica de Hernán. Sus palabras parecen sinceras pero también me atrae el misterio de esta entrevista.
-Tal vez es el comienzo de una aventura infinita.- me dije a mi misma.
La decisión está tomada, abro la puerta. Una luz blanca muy brillante me da en pleno rostro, una música suave se escucha y al final de ese pasillo, en un cartel de neón está escrito mi nombre. Ya no siento dolor, camino normalmente. Miro hacia atrás, la puerta se ve pequeña. Aún escucho en mis oídos las palabras de Hernán pero ya es tarde para volver. Mis pies se alejan del piso, floto. Cierro mis ojos y veo el mar muy azul, la playa, mi cuerpo sobre la arena blanca, comienzo a nadar con la corriente. Todo es cálido, todo es paz. Abro los ojos, sigo flotando. No estoy sola, ella está aquí, aun no la he visto pero la presiento. Extiendo mis manos como buscándola pero aún ella no aparece. En mis oídos repica la voz de Hernán: -No te vayas -.
Cierro los ojos otra vez, me dejo llevar por la luz que inunda la gran sala. El agua de nuevo me rodea, nado en ese inmenso mar , en la playa hay gente, algunos rostros son conocidos. El abuelo Juan junto a una fogata, la tía Olga buscando mejillones en las rocas, la abuela Elena con su vecina Marcelina juegan a las cartas. Me ven, me sonríen y me siento bien porque sé que no estoy sola.
Abro mis ojos, la luz cada vez es más brillante, una silueta se acerca, es ella. Joven, hermosa, me tiende su pálida mano en un gesto amable, la tomo, mi cuerpo se estremece.
-Sofía, no me dejes…regresa-, es la voz de Hernán que se siente a lo lejos.
Cierro los ojos otra vez, me dejo llevar por la luz. Ella está conmigo, tiene mi mano entre las suyas. No sé a dónde voy pero presiento que me agradará. Ella y Hernán sí saben… ellos saben más que yo.