miércoles, 17 de octubre de 2012

EL FAROLERO DE LA VILLA - 3er PREMIO NARRATIVA CONCURSO FRIEM


Hoy muchas profesiones han desaparecido y otras tienden a desaparecer pero surgen nuevas. Recordando otras épocas y una de esas profesiones que desapareció con el progreso, escribí este cuento que fue premiado en el concurso organizado por la Federación de Residentes del Interior. Espero les guste.


EL FAROLERO DE LA VILLA

Al amparo de unos viejos árboles que se desperezan estirando sus retorcidos brazos, asoman su límpida pobreza una veintena de ranchos y  casas, una plaza y un precario muelle donde viven y sueñan un grupo de seres humanos olvidados por la mano de la fortuna. El lugar está en silencio, por el hueco de una puerta maltrecha al final del pueblo se escapa un resplandor amarillento, cuatro velas de luz pálida y un paño negro colgado en la pared sin revoque componen la humilde capilla ardiente. Ha muerto Don Antonio,  el último farolero de Villa de Soriano.
Algunos vecinos del lugar, con rostros de sincera aflicción escuchan la voz gangosa de Doña María “la rezadora”, quien haciendo pasar por sus manos huesudas las desgastadas cuentas de un rosario, pide por el eterno descanso del difunto. Un par de lloronas elevan sus lamentos cada vez que el rezo calla, el resto de los vecinos hablan en voz baja comentando la labor del muerto y un borracho dormita en un camastro.  Afuera, la yegua alazana espera ensillada la llegada de su dueño, sin saber que éste será su último recorrido por las calles polvorientas de la villa.
Don Antonio había sido en su aparente intrascendencia un hombre que supo ganarse la simpatía de quienes lo trataron. De baja estatura, enjuto, de pelo canoso y duro,  adolecía de un defecto en una pierna que le provocaba al caminar una leve cojera, razón por la cual se lo conocía en el pueblo como “El Rengo Antonio”, apelativo que aceptaba sin reservas. Cuando alguien le preguntaba el motivo de su defecto, respondía: “Fue en un entrevero con los indios”. Otras, que había sido en la revolución del “cuatro”, rubricando sus palabras con una sonora carcajada.
Antonio comenzó como farolero encendiendo las velas a sebo existentes sólo en la calle principal.  El recorrido comenzaba en el muelle al caer la tarde, y entre farol y farol, conversaba con los vecinos y además de ser el farolero, era el portador de noticias. Se enteraba del nuevo noviazgo, de la pelea en el Bar de Anselmo o quien había sacado a la quiniela. También hacía mandados por la modesta suma de un centésimo, y de aquellos que no podían pagar, les aceptaba algunos víveres para “engañar al estómago”.
Así era su vida, simple pero entretenida. Vivía solo, supo de amores cuando muy joven pero debido a su cojera las mujeres no le prestaban atención, por lo que calmaba sus deseos en el otro pueblo al que iba una vez al mes cuando cobraba el sueldo.
Un día recibió la orden de sustituir las velas por faroles a keroseno utilizando para el caso los mismos armazones de latón y vidrios colocados sobre postes en las esquinas y fijados en los muros de las viviendas más o menos importantes. Fue cuando compró a plazos a su yegua alazana. Le puso “Canela” por el color de su pelo. Tenía sus años como él, pero pasó a convertirse en su única compañía y una oyente silente que de cuando en cuando daba un relincho de aprobación a la conversación.
Cuando las primeras sombras envolvían al caserío, aparecía por el fondo de la polvorienta calle principal, montando su yegua con su escalerita al hombro y comenzaba su tarea. Con toda parcimonia y como un ritual, apoyaba la escalera al poste que sostenía el farol o en la pared según el caso y con su yesquero con pedernal o fósforos encendía los sustitutos de las antiguas candelas. Para él, no todos los faroles eran iguales, había algunos a los que les prestaba más cuidados como los que estaban en lo de Marfetán, los de la Plaza, la Iglesia y la Comisaría. Cuando algún vecino le daba su queja, le contestaba: “Este mes mandaron menos queroseno, no da para todos” y seguía su recorrido sin dar más explicaciones.
Cuando el cielo se teñía de dorado con las primeras luces de la mañana, salía silbando de su rancho, ensillaba la potranca, se ponía la escalera al hombro y comenzaba a recorrer las calles apagando el alumbrado. Pero no sólo trabajaba al caer el sol o el despuntar del día, una vez al mes limpiaba los tubos, llenaba de combustible los depósitos de las lámparas. En unas alforjas colgadas en las ancas de su cabalgadura, colocaba un par de damajuanas de keroseno y otros elementos necesarios para la tarea.
Cinco o seis días al mes y si el cielo estaba limpio no encendía los faroles. Esto coincidía con la luna llena y cuando le pedían explicaciones decía: “Es más romántico, la luz es más pura y lo más importante,  es gratis”, y con una carcajada seguía su caminata nocturna. No había dudas, el hombre sabía su oficio.
Por veinte años Antonio fue dejando tras de sí pequeños charcos de luz sobre la calle principal primero y luego se fueron agregando otras debido al progreso de la Villa.   Una mañana, cuando ya había regresado de apagar los faroles, llegó Ramón, el encargado de la estafeta de Correos con una carta para él. Lo hizo pasar, aprontó un mate y le pidió que la leyera ya que él apenas sabía su nombre y un  puñado de palabras. El recién llegado se puso nervioso, abrió el sobre y sacó la carta con el membrete de la Usina.
 -Estimado Señor Antonio...”-, comenzó a leer Ramón.
 -Deje  eso, hombre. Vamos al grano-, le interrumpió Antonio.
- Le informamos que desde el próximo mes, los faroles serán sustituidos por energía eléctrica, por lo que sus servicios no serán requeridos, pasando usted a retiro-.
-Ya no lea más-, volvió a interrumpir mientras se ponía de pie.
Ramón dobló la carta, la puso sobre la mesa y salió del rancho en silencio.
Afuera, el sol daba a pleno y la yegua estaba atada en la vereda de enfrente a la sombra de un paraíso. Con su cola espantaba las moscas que traía el caluroso día y Antonio, apoyado sobre la puerta la miraba en silencio. Cada vez que el animal se sacudía, él trataba de alejar los pensamientos. Ya no sería útil en el pueblo, ya no tendría esas conversaciones con los vecinos, ni las tortas fritas de Doña Carmen cuando el cielo amenazaba lluvia o el asadito dominguero de Manuel como tampoco las pocas monedas que obtenía de la venta del queroseno sobrante cada mes. Miró el cielo de verano y apenas una nube lo cruzaba y al bajar la vista, un dolor fuerte le inundó el pecho, se apretó  el brazo izquierdo para soportarlo y sintió como una daga clavada en la boca del estómago. Quiso decir algo pero no pudo y cayó  sobre el piso de tierra de su humilde rancho.
Todo el pueblo está en su casa, no falta nadie, ni siquiera el borracho.
Antonio yace en un cajón simple, las cuatro velas que alumbran su destino comienzan a titilar, señal que el cebo se ha derretido. Antes de quedar a oscuras, las lloronas traen un farol y lo prenden, la “rezadora” comienza con el Padre Nuestro y la yegua como queriendo despedirse, asoma su cabeza por la puerta del rancho.
A la semana, los vecinos vieron como una cuadrilla de la capital, instalaba unos artefactos cilíndricos que sostenían en su parte inferior un gran globo de vidrio opalino que pendían de unos cables que cruzaban las calles. Al llegar la noche una luz blanca y poderosa alumbró a los desprevenidos pobladores. La luz eléctrica había llegado a la Villa. Antonio no la pudo ver. “Se fue a encender faroles en el cielo”-, dijo Ramón.
Con el paso del tiempo tal vez nadie lo recuerde, su nombre no estará escrito en la historia y algún vecino memorioso al ver una lámpara antigua recordará al “Rengo Antonio” que supo alumbrar noches de amores y desamores en la Villa.