Hoy muchas profesiones han desaparecido y otras tienden a desaparecer pero surgen nuevas. Recordando otras épocas y una de esas profesiones que desapareció con el progreso, escribí este cuento que fue premiado en el concurso organizado por la Federación de Residentes del Interior. Espero les guste.
EL FAROLERO DE LA VILLA
Al
amparo de unos viejos árboles que se desperezan estirando sus retorcidos brazos,
asoman su límpida pobreza una veintena de ranchos y casas, una plaza y un precario muelle donde
viven y sueñan un grupo de seres humanos olvidados por la mano de la fortuna.
El lugar está en silencio, por el hueco de una puerta maltrecha al final del
pueblo se escapa un resplandor amarillento, cuatro velas de luz pálida y un
paño negro colgado en la pared sin revoque componen la humilde capilla ardiente.
Ha muerto Don Antonio, el último farolero
de Villa de Soriano.
Algunos
vecinos del lugar, con rostros de sincera aflicción escuchan la voz gangosa de
Doña María “la rezadora”, quien haciendo pasar por sus manos huesudas las
desgastadas cuentas de un rosario, pide por el eterno descanso del difunto. Un
par de lloronas elevan sus lamentos cada vez que el rezo calla, el resto de los
vecinos hablan en voz baja comentando la labor del muerto y un borracho dormita
en un camastro. Afuera, la yegua alazana
espera ensillada la llegada de su dueño, sin saber que éste será su último
recorrido por las calles polvorientas de la villa.
Don
Antonio había sido en su aparente intrascendencia un hombre que supo ganarse la
simpatía de quienes lo trataron. De baja estatura, enjuto, de pelo canoso y
duro, adolecía de un defecto en una
pierna que le provocaba al caminar una leve cojera, razón por la cual se lo
conocía en el pueblo como “El Rengo Antonio”, apelativo que aceptaba sin
reservas. Cuando alguien le preguntaba el motivo de su defecto, respondía: “Fue
en un entrevero con los indios”. Otras, que había sido en la revolución del “cuatro”,
rubricando sus palabras con una sonora carcajada.
Antonio
comenzó como farolero encendiendo las velas a sebo existentes sólo en la calle
principal. El recorrido comenzaba en el
muelle al caer la tarde, y entre farol y farol, conversaba con los vecinos y
además de ser el farolero, era el portador de noticias. Se enteraba del nuevo
noviazgo, de la pelea en el Bar de Anselmo o quien había sacado a la quiniela.
También hacía mandados por la modesta suma de un centésimo, y de aquellos que
no podían pagar, les aceptaba algunos víveres para “engañar al estómago”.
Así
era su vida, simple pero entretenida. Vivía solo, supo de amores cuando muy
joven pero debido a su cojera las mujeres no le prestaban atención, por lo que
calmaba sus deseos en el otro pueblo al que iba una vez al mes cuando cobraba
el sueldo.
Un
día recibió la orden de sustituir las velas por faroles a keroseno utilizando
para el caso los mismos armazones de latón y vidrios colocados sobre postes en
las esquinas y fijados en los muros de las viviendas más o menos importantes. Fue
cuando compró a plazos a su yegua alazana. Le puso “Canela” por el color de su
pelo. Tenía sus años como él, pero pasó a convertirse en su única compañía y
una oyente silente que de cuando en cuando daba un relincho de aprobación a la
conversación.
Cuando
las primeras sombras envolvían al caserío, aparecía por el fondo de la
polvorienta calle principal, montando su yegua con su escalerita al hombro y
comenzaba su tarea. Con toda parcimonia y como un ritual, apoyaba la escalera
al poste que sostenía el farol o en la pared según el caso y con su yesquero
con pedernal o fósforos encendía los sustitutos de las antiguas candelas. Para
él, no todos los faroles eran iguales, había algunos a los que les prestaba más
cuidados como los que estaban en lo de Marfetán, los de la Plaza , la Iglesia y la Comisaría. Cuando
algún vecino le daba su queja, le contestaba: “Este mes mandaron menos
queroseno, no da para todos” y seguía su recorrido sin dar más explicaciones.
Cuando
el cielo se teñía de dorado con las primeras luces de la mañana, salía silbando
de su rancho, ensillaba la potranca, se ponía la escalera al hombro y comenzaba
a recorrer las calles apagando el alumbrado. Pero no sólo trabajaba al caer el
sol o el despuntar del día, una vez al mes limpiaba los tubos, llenaba de
combustible los depósitos de las lámparas. En unas alforjas colgadas en las
ancas de su cabalgadura, colocaba un par de damajuanas de keroseno y otros
elementos necesarios para la tarea.
Cinco
o seis días al mes y si el cielo estaba limpio no encendía los faroles. Esto
coincidía con la luna llena y cuando le pedían explicaciones decía: “Es más
romántico, la luz es más pura y lo más importante, es gratis”, y con una carcajada seguía su
caminata nocturna. No había dudas, el hombre sabía su oficio.
Por
veinte años Antonio fue dejando tras de sí pequeños charcos de luz sobre la
calle principal primero y luego se fueron agregando otras debido al progreso de
la Villa. Una mañana, cuando ya
había regresado de apagar los faroles, llegó Ramón, el encargado de la estafeta
de Correos con una carta para él. Lo hizo pasar, aprontó un mate y le pidió que
la leyera ya que él apenas sabía su nombre y un
puñado de palabras. El recién llegado se puso nervioso, abrió el sobre y
sacó la carta con el membrete de la
Usina.
-Estimado Señor Antonio...”-, comenzó a leer
Ramón.
-Deje
eso, hombre. Vamos al grano-, le interrumpió Antonio.
-
Le informamos que desde el próximo mes, los faroles serán sustituidos por
energía eléctrica, por lo que sus servicios no serán requeridos, pasando usted
a retiro-.
-Ya
no lea más-, volvió a interrumpir mientras se ponía de pie.
Ramón
dobló la carta, la puso sobre la mesa y salió del rancho en silencio.
Afuera,
el sol daba a pleno y la yegua estaba atada en la vereda de enfrente a la
sombra de un paraíso. Con su cola espantaba las moscas que traía el caluroso
día y Antonio, apoyado sobre la puerta la miraba en silencio. Cada vez que el
animal se sacudía, él trataba de alejar los pensamientos. Ya no sería útil en
el pueblo, ya no tendría esas conversaciones con los vecinos, ni las tortas
fritas de Doña Carmen cuando el cielo amenazaba lluvia o el asadito dominguero de
Manuel como tampoco las pocas monedas que obtenía de la venta del queroseno
sobrante cada mes. Miró el cielo de verano y apenas una nube lo cruzaba y al
bajar la vista, un dolor fuerte le inundó el pecho, se apretó el brazo izquierdo para soportarlo y sintió
como una daga clavada en la boca del estómago. Quiso decir algo pero no pudo y
cayó sobre el piso de tierra de su
humilde rancho.
Todo
el pueblo está en su casa, no falta nadie, ni siquiera el borracho.
Antonio
yace en un cajón simple, las cuatro velas que alumbran su destino comienzan a
titilar, señal que el cebo se ha derretido. Antes de quedar a oscuras, las
lloronas traen un farol y lo prenden, la “rezadora” comienza con el Padre
Nuestro y la yegua como queriendo despedirse, asoma su cabeza por la puerta del
rancho.
A
la semana, los vecinos vieron como una cuadrilla de la capital, instalaba unos
artefactos cilíndricos que sostenían en su parte inferior un gran globo de
vidrio opalino que pendían de unos cables que cruzaban las calles. Al llegar la
noche una luz blanca y poderosa alumbró a los desprevenidos pobladores. La luz
eléctrica había llegado a la
Villa. Antonio no la pudo ver. “Se fue a encender faroles en
el cielo”-, dijo Ramón.
Con
el paso del tiempo tal vez nadie lo recuerde, su nombre no estará escrito en la
historia y algún vecino memorioso al ver una lámpara antigua recordará al
“Rengo Antonio” que supo alumbrar noches de amores y desamores en la Villa.