LA LIBRETA DE LA VIDA
Carmelo
estaba en su mecedora bajo el parral. La mañana de febrero se presentaba cálida
y él allí disfrutaba de sus horas libres y daba rienda suelta a su imaginación.
Había dejado el diario a un lado, desde que sufrió el accidente sólo leía las
secciones de deportes y entretenimientos, “Las noticias nacionales e
internacionales siempre son las mismas, sólo cambia la región”, pensaba.
Tenía
los ojos cerrados y trataba de recordar cuando fue la última vez que vio las
camelias florecidas. “Tal vez un par de años atrás”, se dijo para sí. Miró el
árbol que estaba con sus hojas verdes pero no podía distinguir ningún pimpollo
todavía. Sacó del bolsillo de la camisa la libreta que siempre llevaba consigo.
La última anotación decía: “Verificar la pista”. Sonrió cuando leyó su perfecta
letra cursiva, esa que Delmira, la maestra de cuarto año tanto alababa y lo
ponía como ejemplo frente al resto de sus compañeros de clase. “Mañana lunes
sin falta la saco del galponcito y la reviso”, se recordó y escribió: “Leer
sobre las camelias”.
Guardó
su libreta y sintió el aroma de la salsa que estaba haciendo Eleonor. Ella
preparaba la pasta casera como nadie y sus nietos, que seguro en unos minutos
estarían corriendo por allí, comían con deleite y siempre pedían más. Al
terminar ese pensamiento el timbre de la calle se oyó, el resto de la familia
llegaba y él siguió meciéndose porque sus minutos de paz dominical llegaban a
su fin.
Carmelo
hacía un par de años había perdido el habla a consecuencia de un accidente
cerebral, el resto de sus facultades y
la movilidad las había recuperado con fisioterapia. La comunicación con su
esposa era fácil, ya que ella lo conocía muy bien y los gestos eran suficientes
para el entendimiento. Cuando venían sus hijos y nietos, se manejaba con una tablilla
que ellos le habían regalado, pero era muy parco en las respuestas y casi nunca
la utilizaba. Otra cosa es la libretita de tapa marrón que lleva siempre consigo
y que al acostarse guarda con mucho celo bajo la almohada. Cada mañana no deja
de asombrarse a si mismo cuando lee lo escrito. “Memoria frágil tenemos los
humanos”, reflexiona y a continuación apunta: “No olvidarme de Eleonor”.
Esa
jornada pasó como un domingo más, los niños correteando por el patio, sus hijos
mirando el fútbol después del almuerzo y Eleonor con sus nueras ocupando la
gran cama del dormitorio para chismorrear y descansar. Él desde su mecedora
contemplaba la escena con una leve sonrisa en sus labios y nuevamente sacó su
anotadora y subrayó: “Sentimientos y Emociones”. Se despidió de todos,
se fue a acostar, cerró sus ojos y no despertó.
Para
la familia de Carmelo la conmoción fue fuerte ya que él se encontraba bien de
salud. “Fue el corazón”, dijo el médico. Al regresar del cementerio, Eleonor
fue directo al dormitorio y al ver
aquella inmensa cama sintió aun más la soledad. Se recostó, abrazó la
almohada de su marido y allí, debajo estaba la libretita marrón. Con manos
temblorosas la tomó, la abrió y comenzó a leer. Al principio no entendía las
anotaciones breves que Carmelo había escrito pero al final de cada día había un
pequeño resumen. Leyó uno al azar.
“No
por haber pasado los setenta debo resignar mis sueños, aun tengo deseos por
cumplir y debo corregir muchas cosas. Leer botánica por ejemplo. El árbol de
camelias no ha dado flores y ya estamos en febrero. Revisé la vieja pista de
autitos que está en el galpón. Pensé que podría hacerla funcionar para que mis
nietos pudieran jugar con ella como lo hicieron mis hijos, pero no me fue
posible.”
En
otra página se lee: “No relegues de tus sueños, Carmelo”, y más adelante
escribió: “Siempre me gustó el francés, no bien comience marzo me anoto en un
curso”. Pero lo que le llamó la atención a Eleonor fue lo que estaba escrito
con tinta roja.
“Es
importante seguir adelante, no dejarse agobiar, yo lo se bien. Mi enfermedad me
ha enseñado mucho, pero lo más importante y que
ahora no puedo, es la
demostración de los sentimientos. He tratado de buscar la forma de hacerle
saber a mis hijos que los quiero mucho. El abrazo, las miradas no son
suficientes, la palabra que hoy no tengo es más fuerte que eso. A Eleonor que me conoce muy bien no puedo decirle cuanto la amo. La
quise desde aquel día que la vi salir del colegio secundario con su uniforme
azul marino que combinaba con sus ojos. Estuvimos juntos desde los quince, nos
casamos a los veinte, pasamos por todas las etapas buenas y malas de la vida.
Hoy no puedo expresarle mis emociones, mirar sus ojos índigo no es suficiente,
tomar sus manos gastadas por las tareas diarias no alcanza, besar sus labios
dulces no trasmite todo lo que siento por la mujer de mi vida, por eso, cuando
sea anciano, le dedicaré el resto de mi vida”.
Eleonor
cerró la libreta, la apretó contra su pecho y se prometió seguir escribiendo
los sueños por cumplir. Cerró los ojos, sopló un beso al aire para que Carmelo
lo tomara al pasar y se durmió con la certeza de que siempre se puede.